sábado, 8 de noviembre de 2014

Caída Onírica

Descendía.
Escalón tras escalón, uno tras otro, tan irregulares que sólo se identificaban como peldaños porque el siguiente era inferior al anterior, en forma de espiral hacia un abismo inacabable.
Del fondo se escuchaba una orquesta que se acercaba. No estaba bajando, sino estaba trepando, serpenteando, siseando gravemente hacia mí, burlona. Élla sabía que yo no podía bajar, y que sólo ella podía subir. Y subía, burlona.
Entonces los sillares del muro abrieron sus deformes ojos, no eran circulares, ni poligonales. Ninguna forma poseían, cómo si de simples manchas se tratasen. Pero su centro se fijó en mí, inmóviles. Sólo yo bajaba, los escalones subían, y los ojos ahí flotaban. ¿Qué era todo ésto?
La melodía se pronunciaba, calmada, piano. Sabía perfectamente que me alcanzaría, que tarde o temprano llegaría hasta ella, saltando de piedra en piedra, o rodando sobre ellas. Tarde o temprano el piano me atraparía entre tapa y cordal, y comenzaría a atarme mientras el violín se desternillaba, y la diversidad de flautas de fondo acompañarían a éstos dos tiranos, meciéndose al ritmo que marcase el primero, y acompañando los dos y mis del segundo.
La luz empezó a colarse en la angosta escalinata, que parecía entrecerrarse. Algo no funcionaba bien, los ojos miraban a diestro y siniestro, curiosos, pero pese a no encontrar nada en que fijar sus coordinadas pupilas, seguían buscando; estaban seguros. Algo no funcionaba. 
Cada vez, la claridad se fue haciendo mayor. Antes no existía ni luz ni oscuridad, sino el vacío de las dos dejaba una visión nublada, apenas eran los ojos visibles, y los escalones únicamente eran tangibles.
Pero ésta luz estaba... ¿Viva? 
Los ojos se fueron entornando paulatinamente, de la misma forma que la luz, cegadora, iba acrecentándose, afilando los luminosos rayos para hacerlos más certeros.
De la misma manera que les atravesaba, un pequeño número de ellos comenzó a centrarse en mi pecho. En su punto de fuga, hubo un estallido, instantáneo, de lo que surgió una pequeña esfera blanca. Las escaleras comenzaron a rechazarme, y antes de precipitarme, la pequeña pelotita asumió mi peso, y me dejó ingrávito en la enterna bajada.
Sus amagos eran de abrirse, de mostrar aquello que ocultaba, pero algo lo impedía. Intentaba moverse, pero mis costillas parecían abrazarla. Los casi sellados óculos lo descubrieron, y en sus ciclópeos rostros, el temor protagonizaba sobre el resto de emociones.
La esfera intentaba abrirse, parecían surgir pequeñas capas de ella, una, otra, y otra, de manera irregular, pero nunca abriéndose del todo, como los bracitos de un pequeño bebé que patalea minutos antes de salir por primera vez al mundo.
Y entonces... Se acabó.
Mis piernas no pararon de moverse, mecánicas, bajando piedras que ya no existían, añorando el tacto de éstas, pero abrazando la libertad que ahora tenían. Atravesando nubes, dejando atrás la pétrea prisión, estaba yo. A solas entre el azul cielo, surcándolo. El suelo no era visible, ¿existiría?
Y caí, como un angel que pierde sus alas, y cae en picado hacia el más profundo abismo, por una parte liberado de su rol semidivino, por otra atemorizado por su destino. Entre nube y nube se comenzó a ver un islote, difuso, diluído en alta mar. No la distancia, sino sus átomos eran los confusos. Qué era agua y qué era tierra en aquel degradado cromático que presentaba, extendida y camuflándose.
Me dirigía precipitadamente hacia la copa de un árbol. Un... ¿Roble? Sobre el que iba a aterrizar, y entonces la pequeña flor, camelia, descendió, y creció entre roble, manzano y olivo. Colosal, su cáliz cubrió rápidamente la garabateada isla, y los titánicos troncosos, expectante, preocupada, deseosa de mi llegada, que se había demorado durante siglos, y siglos.
Pétalos seguían saliendo de donde deberían localizarse los estambres, uno, y otro, y otro, inagotables, que me acogieron a mi caída. Rápidamente, otros muchos me sirvieron de sábana, y unos más pequeños, con forma de escama pero textura de pluma, fueron naciendo, uno tras otro, de la unión que tenían con el proporcional al brote, deseosos de servir de ayuda, de imitar al mejor colchón jamás creado. 
Y lo consiguieron. Como los anteriores sillares, mis ojos decidieron unirse al mundo onírico, una vez más. ¿Estaría bien dormir? Pero por primera vez, aquellas voces no existían, los ojos acababan de desaparecer, y un suave olor a miel, que parecía impregnar mis heridas, asumirlas, y completarlas.

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