Un día, mientras iba cargado con los kilos de compras de alimentos que mi madre me ordenaba a hacer, y que estaban por encima de mis capacidades, me encontré a Erika, mi antigua profesora, de camino a mi casa.
Afortunadamente, no me la encontré cerca a mi casa, y me invitó a tomar un helado.
Por primera vez, me di cuenta de lo bonita que era la ciudad. Lo único que conocía de ésta, eran las cinco o seis calles que conducían de mi casa a la escuela, y de mi casa al supermercado. Aunque la memoria de la primera también comenzaba a oxidarse, poco a poco.
Volvimos al supermercado, y dejamos las compras en una taquilla, y decidimos pasear hasta la heladería, para ir hablando por el camino.
Para meter las cosas dentro, Erika me ayudó, pero al introducirlo me rozó el brazo que el monstruo usó de saco de boxeo durante unos largos minutos, y grité. Erika solo se extrañó, pero yo caí al suelo del dolor. Sé que parecerá raro que sea capaz de llevar kilos de compra con un brazo que con el más mínimo contacto me causa una pena increíble, pero así era.
Erika me ayudó a levantarme, y comenzamos a andar. Entramos en lo que parecía un domicilio, similar al mío, pero con una brisa mucho más acogedora. Nunca había ido a una heladería, así que desconocía como podrían ser, y entramos.
Tras cerrar la puerta, Erika echó el pestillo, y gritó el nombre de un chico, que apareció en bastante poco tiempo.
- ¡Corre!, coge a Félix y llévalo con Buer.
El muchacho tenía mi edad, y un aspecto muy risueño. Me recordó a mi antiguo yo. Me guió a una sala blanca, y me recostó en una cama.
+ Quédate aquí. Ahora vendrá alguien que te ayudará.
Apareció un hombre de cabello largo y anaranjado. Sus ojos eran finos, y rojos. Se acercó a mí, y comenzó a tocar mis heridas, de una forma cálida, que hizo que fueran sanando. La sensacion era muy placentera. Tanto, que comencé a llorar. Mis lágrimas, por primera vez, tenían un azul puro. Ya no eran lágrimas rojas, que se podían confundir con sangre, sino lágrimas reales, causadas por una fuerte emoción, y no por un hábito tras sufrir violencia. El hombre me miró, sonrió y desapareció.
Pero en su lugar, apareció aquel monstruo que poblaba todos y cada uno de los rincones de mi casa.
¿Qué, te crees que ahora eres libre?
-Yo... No...
¿Ya eres feliz? ¿Realmente piensas que tus heridas han sanado? Sigues siendo el mismo microbio de siempre. Tu simple existencia me amarga. ¿Por qué sigues viviendo?
Eran las palabras con las que mi madre me había atacado. Se convertían en utensilios materiales, y me golpearon allí donde mis heridas antes estaban. Por cada impacto lloraba, y mis lágrimas volvieron a ser rojas, que caían al suelo y volvían a tornarse trasparentes.
Estacas, mazas, dagas, martillos, espadas, cuchillas, incluso hachas y látigos me golpeaban, y recuperaban mis marcas. Los estigmas que me unían con el monstruo.
Mi mirada volvió a oscurecerse, y salí por la ventana. La luz de la habitación comenzó a resultarme abrasante.
¿Qué pasa? ¿Ahora le cogiste cariño a esa profesora? Es igual con todos los alumnos. No eres alguien especial, eres del montón. Bueno, no del montón. Eres otro engendro. Otro como yo. Si no hubieras nacido, tu madre no habría perdido su trabajo. Eres horrendo, y encima eres incapaz de hacerle las compras. ¿Para qué sirves, si es que tienes alguna utilidad?
Caí de rodillas, y comencé a correr. Lejos. No sabía como llegar al supermercado, pero si tardaba mucho más, mi madre me volvería a dar una de esas palizas, que me hacían perder la noción del tiempo con cada golpe. Corrí. Corrí a una velocidad increíble. Mi cuerpo parecía desplomarse, pero, sin saber cómo, tenía que llegar a mi casa.
Tenía que hacerlo. Antes de que fuese más tarde. Si corriendo podía adelantar cinco minutos mi llegada, igual me evitaba uno o dos golpes.
Pero... En ese momento... Apareció Erika cortándome el paso.
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