martes, 25 de marzo de 2014

Félix 2

Pero ese breve resumen de lo que pasó aquel día es insuficiente, ¿no?
Nací en el seno de una adinerada familia. Tanto mi padre como mi madre ganaban bastante más que cualquier otra persona en esta ciudad, y teníamos una casa amplia y luminosa. Por ello, mis padres decidieron otorgarme este nombre, Félix, "el se considera feliz y afortunado". Pues pensaron que ese sería mi destino...
Mis padres trabajaban de directores de empresa, por lo que no venían apenas a casa, a no ser que viniesen acompañados de archivadores repletos de impresos incomprensibles, que cada uno contenía avariciosos proyectos, de los que dependían el sueldo de muchos.
Pero mis padres tampoco iban a dejar solo a un crío de apenas unas semanas, y por ello, mi madre se pidió una baja temporal, para cuidarme, y colocó a una empresaria bastante prometedora en el cargo de directriz temporal. Ana llevaba bastante tiempo trabajando, y todo y cada una de sus ideas eran puras menas repletas de minerales preciosos, por lo que mi madre fue entablando una fuerte amistad con ella, y decidió confiar en ella para este alto cargo.
¿Cual fue la sorpresa? Cuando llegó al cargo, los pilares que llegaban hasta el techo, pasaron de ser de papeles, a ser de billetes. Su nuevo lugar de trabajo era tan amplio, que incluso daría envidia a algún acomodado hombre. Tanto era así, que escuché que apenas salía. 
Pero el tiempo pasó, y el mundo idílico donde los billetes florecían por las esquinas de la empresa debían llegar algún día a su fin. Cuando mi madre volvió a su puesto, las caras que se encontraba en su oficina, ya no eran las mismas. Esas amables caras que respetaban la figura de mi madre como directiz, que siempre le devolvían su saludo, desaparecieron. Ahora tornaron a susurros, aunque mi madre hablase para todos sus empleados, ya apenas dos o tres le escuchaban, mientras una mitad de los que cuchicheaban sobre "la pobre Ana", y la otra se mofaba de ella sin ningún reparo. Poco a poco la magia de Ana se desvaneció, y el balance entre billetes y papeles se recuperó, pero efectivamente esto no era de agrado para todo el mundo. 
Entonces, un día cualquiera. No había ninguna señal de que tuviese que ser ese día, aquel día parecía completamente ordinario. No había ninguna forma de esperárselo, ninguna señal, ninguna noticia, ni tan siquiera una premonición ni un mal augurio. Al llegar mi madre a las puertas del trabajo, se encontró con todos aquellos empleados, partidarios de Ana, aglomerados ante la puerta. Con pancartas del estilo de: "Queremos una directriz, no una perdiz" o "no a la corrupción, sí a la negociación" Vió mi madre cómo crecía una muralla más infranqueable que la mismísima Muralla China frente a las puertas de su amado trabajo, y decidió no volver a aparecer cerca de aquel lugar.
Gracias a esto, mi madre pasó más tiempo conmigo. Pero ella no era feliz... Su empresa, tras unos meses, cayó en picado. Ana se embolsó todo el dinero. Se dice que convirtió el dinero en lingotes de oro, y solo guardó lo necesario para una vida cómoda, dejando el resto para usarlo como si fuesen piezas de construcción, y hacer una fortaleza en su salón, que se veía, y se sigue viendo al pasar por la calle, como si fuese una encarnación de todos los sueños, ilusiones y duro trabajo que habían empleado todos, para que una simple mujer consiguiese engañarles, hacerse con todo ello, y destrozarlo.
Por ello, mi madre era la presa de una multitud furiosa. Trabajadores sin dinero, prensa entrometida, e incluso algunos viandantes que escucharon las habladurías de estos, y decidieron unirse a su furioso rebaño. Todos lo sabían. Ella no había sido más que una víctima, pero "alguien tendrá la culpa, ¿no?" - Decían. No solo destierran a mi madre del castillo que construyó ladrillo a ladrillo, sin ayuda alguna, sino que además le culpan del destierro. Hay que admitir, que aquella malvada Ana planeó todo al dedillo, sin una sola falla.
Poco a poco, mi hogar dejó de ser éste, para ser la morada de un oscuro engendro. Éste, tenía mil cabezas, las cuales todas hablaban a la vez, quejándose incesantemente. Sus brazos y piernas no eran ni uno, ni mil, sino ambos conceptos a la vez, y su cuerpo parecía diminuto, en comparación a estas extrañas extremidades. Su cuerpo parecía absorber la luz del sol, y sólo reflejaba una luz podrida, que fue infestando poco a poco mi hogar. El cristal dejó de ser transparente, la vajilla pasó a ser de un gris apagado, que por mucho que fuese lavado seguía del mismo tono. A veces, si dejabas la comida más de un cuarto de hora, pasaba a teñirse de éste color, y parecía tierra húmeda al gusto.
El monstruo aparecía siempre que me quedaba solo, recordándome en lo que se había convertido mi madre. Una mujer inapetente, desanimada. Cuya vida se limitaba a no querer comer, y dormir. Poco a poco, este estado de ánimo comenzó a tintarse de una roja furia hacia Ana, que pagaba con mi padre. Comenzó con gritos, que pasaron a ser algunos golpes, que al principio tenían freno, pero éste fue seccionándose, hasta desaparecer.
Todo esto pasó mientras que yo tenía cinco años. Era un pequeño muy sonriente cuando estaba fuera, pero cuando estaba en casa tenía que sobrevivir al monstruo, que poco a poco fue haciéndose uno con mi madre. A veces pensaba que Ana era en realidad otro engendro similar al que se hospedaba en casa, nunca habría pensado que no era más que otra persona, como todos nosotros.
Mi padre fue dejando de venir a casa. "No era de extrañar", pensaba yo con siete años. Con tan solo poner un pie dentro de la casa, el monstruo, ya capaz de aparecer ante él, surgía de cualquier recoveco de la casa para bramarle y agredirle, sin causa alguna. El simple hecho de salir a por comida podía convertirse perfectamente en una excusa para dos o tres puñetazos. "¿Por qué me dejas sola?" "¿Es en esto en lo que nos hemos convertido?"
Poco a poco, el efecto del deforme fue haciendo mella en mi padre, que cada vez venía menos a casa. A veces salía a dar una vuelta con sus amigos, y no volvía hasta después de dos o tres días. La última vez que vino, creo, tardó tres meses en venir, y era para hacerse con todo lo que pudiese de su armario cuando el monstruo estaba despistado, para salir corriendo nuevamente, hacia una nueva vida, dejándome solo ante el peligro. Aunque bueno, después de tres meses, realmente ni esperaba que viniese, ya me había hecho la idea. Al salir él me vió, y rápidamente salieron lágrimas de sus ojos, y con un "lo siento" cerró una puerta por la que nunca volvería a entrar.
Erika era profesora de mi colegio. Era bastante pequeño, y sólo había una clase por cada curso, por ello. Ella también era la profesora de preescolar, y era muy querida en nuestra clase, siempre fue muy cálida y amable con todos sus alumnos. Pero para mí, era una persona muy especial, yo le contaba mi situación familiar, y siempre intentaba animarme. Realmente  no sé si me creía del todo. Igual sólo me escuchaba sin escucharme, y asentía para tranquilizarme. O igual si que confiaba en la verdad de lo que le contaba.
Al deforme monstruo eso no le hacía mucha gracia, y después de ir dos años al colegio, y conseguir tener confianza con Erika como para llamarle "amiga", me privó de, incluso, ese rato de felicidad, y dejé de asistir a la escuela... Rompió como cuatro o cinco veces el despertador para que no llegase a tiempo, y de vez en cuando esperaba en la puerta de entrada para evitar mi salida. Cuando ya este hábito era diario, pude esquivarle durante dos o tres meses saliendo por la ventana, pero al darse cuenta, también esta abertura fue sellada.
Aun así, si bien le contaba sobre este monstruo, nunca le contaba el porqué de su existencia. Nunca llegué a mencionar a mi familia con Erika. Y cada vez la duda era más grande. "¿Me verá solamente como un niño que tiene pesadillas a diario?" "¿Creerá que no soy más que un pequeño malcriado que no recibe suficiente dosis de televisión por las mañanas?" 
El no contar nada acerca de mi familia no era a motu propio, era prohibición materna. Nadie debía saber qué pasaba desde la puerta hacia dentro, y mientras tanto, de puerta hacia fuera, ella seguiría siendo la deslumbrante directriz que siempre fue, consiguiendo dar una imagen de mujer ideal a todos, menos a aquellos relacionados con su empresa. Claro está, que como hijo suyo, yo también debía parecer un hijo ejemplar, cubriendo con un velo precioso la horrible situación familiar que en realidad teníamos. A veces, ese velo sufría algún rasguño debido a algún fallo en nuestra actuación, y pocos eran los que a través de ese agujero podían vislumbrar la oscuridad que emanaba de nuestro hogar. Aún así, mi madre era experta en zurcirlos, y conseguir evitar que los curiosos, o los más espabilados, llegasen a provocar algún cambio en nuestro día a día.
Puesto que mi padre no estaba, poco a poco, me convertí en el saco de arena de mi madre. Me golpeaba con todo aquello que cayese en su mano. Los platos podían convertirse en discos voladores que en lugar de ser cogidos por un perro se enfrentaban en enjambre a mi pecho, espalda y piernas. Sólo me pegaba en partes poco visibles. Tanto era así, que mi cuerpo tendría, en total, más superficie amoratada que sana, y mis huesos parecían crujir al andar de las incontables fracturas que debían tener. Intentaba no acercarme a nadie, pues el simple roce con mi piel me llegaba a causar dolor punzante, y pánico: "¿Ellos también me harían daño?" Y esto fue haciendo de mí un ser incapaz de valerse por sí mismo. Era analfabeto, pues dejé de ir a la escuela. Sólo sabía leer, y mi escritura no alcanzaba a poco más que garabatos dificilmente descifrables.
Básicamente estaba roto por dentro. Mi alma tenía tantas grietas y heridas como tenía mi cuerpo, pero, al igual que todos estos daños, nadie era capaz de verlos. Todos veían en mí el niño prodigio, nacido en una familia próspera. Nacido en una familia en la que todos querrían haber nacido. Nunca sabrían lo mucho que se equivocaban. Ésto no era para nada el Valhalla de unos pocos afortunados, sino el Tártaro, que aunque creado para los malhechores, cogió una víctima aleatoria sin culpa alguna, y se daba diariamente un festín con ella.
La gente ni se paraba a preguntarse por qué no iba a la escuela, o qué hacía mi madre como trabajo. No. Eso era demasiado agotador para ellos. Lo mejor era aceptar que teníamos una buena vida, y regañar a aquellos que hiciesen preguntas arriesgadas sobre mi bienestar, pues ponían en duda la identidad de mi ilustre madre. Era la vía más fácil, y cómoda. Aquellos dos o tres curiosos que de vez en cuando surgían, se veían desanimados cuando se encontraban con el resto de la gente, y finalmente, la sociedad, completamente homogénea, cesó en sus intentos de rescate.
Mi vida...  Era horrible.

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