Pero eventualmente, el día siguiente llegó. Las noches no son nunca eternas, ¿no? El despertador sonó, pero esta vez no habló. Qué lástima, en alguna parte de mí me agradaba que se disculpase por su estridente sonido.
Hoy fue un día muy calmado, hasta las ocho y veinticinco no pasó nada. Fue demasiado extraño, aún recuerdo el día en el que al desayunar, después de coger la taza y haberla rellenado de leche, al disponerme a arrojar los cereales en su seno, los cereales que salieron eran completamente blancos. No eran esos dulces cereales de chocolate con leche sólidos, con una fina capa de crema de avellanas a los que estaba acostumbrado. No. Eran blancos, completamente blancos y relucientes. Parecía mármol digno de formar templos griegos. Al tacto, eran completamente lisos y perfectos... Justo como mi tazón de cereales...
... Pero... ¿Qué?
Pues sí, habían cambiado completamente de materia. La forma seguía estando igual, pero mi querido y preciado tazón de leche blanco puro, sin impureza alguna, había sido cambiado por un delicioso tazón de leche hecho de cereal de chocolate.
Desayunar ese día fue muy difícil, me daba pena comerme aquel tazón que llevaba en mi vida como 5 años, y aún seguía vivo. Era un tazón especial, no sé, siempre lo fue. Espero que no empiece a hablar algún día como el despertador...
Cerré la puerta con llave, y llamé al ascensor. Eran justo y veinticinco, ni un solo minuto más tarde, por lo que si me daba prisa podría llegar andando rápido al instituto, sin necesidad de esa brutal carrera.
Pero nada, que no llegaba. Pasaron dos minutos, que fueron como dos completas horas, y no llegaba. Entonces escuché un rumor, muy suave. Parecía venir de la planta baja.
"Eres el único que puede hacerlo." "No hay nada ni nadie que pueda ayudarte."
Ahora el ascensor también habla, ¡estupendo! Y yo voy a llegar tarde a clase, a este paso. Decidí bajar por las escaleras rápido, y reanudar mi carrera diaria. Las escaleras las bajaba de dos en dos, siempre, así podría bajar los diez pisos que había desde mi apartamento hasta la calle. Lo único en que pensaba era que ojalá a la vuelta el ascensor tenga piedad, y no me obligue a subir de nuevo todo este camino.
Fui bajando los pisos, y cada vez, la placa que indicaba el piso en el que estabas fue enturbiándose. Décimo, noveno, ...Octavo, ...¿Séptimo?, Entonces este es el... ¿Sexto? A partir del quinto, era imposible diferenciar letra de fondo. No porque se hubiesen mezclado, como cuando viertes un colorante en agua, dando lugar a un color homogéneo. No. El color de las letras y de la placa era completamente diferenciable, pero las grafías eran completamente ininteligibles. Era español, mi idioma, no hay duda en ello, ninguna, pero mientras que cada una de las letras se podía distinguir y diferenciar de las otras dos que tenía al lado, e incluso podías identificar cada letra individualmente, pero al intentar leer el letrero entero no tenía sentido. Y, si llegaba a darte tiempo a volver a identificar cada letra una por una, las letras ya no eran las mismas.
Miré mi reloj de pulsera, pero las agujas de mi reloj digital no paraban de dar vueltas. La que marcaba las horas, iba a muchas más vueltas por minuto que la de los minutos, y la de los segundos apenas parecía moverse entre peldaño y peldaño.
Y sí, mi reloj es ciertamente digital. No me he equivocado a referirme a que tenía agujas. Nunca había tenido agujas, aunque estas encajaban perfectamente con el diseño del reloj. Poco a poco, mi entorno empezó a cambiar. Con cada piso que bajaba, la luz se atenuaba, y los vestíbulos que quedaban al bajar unas escaleras, para girar y seguir bajando otras paralelas a éstas, pero descendentes igualmente, estos vestíbulos iban atenuándose, hundiéndose cada vez más en la escala de grises, escapando del blanco gotelé que siempre habían tenido, para pasar a una penumbra que parecía extenderse infinitamente, aunque no en ningún sentido macabro ni nada, simplemente se veía negro por la falta de luz. Y de materia. Era un negro como el del universo, completamente vacío.
Al final, tras cientos y cientos de peldaños, el reloj volvió a hablar "No queda mucho tiempo." "Curiosa frase para un reloj" - dije, y, aunque no recibí respuesta, los peldaños acabaron en el pasillo del instituto, justo en frente de mi aula. Al llegar al piso, sonó la campana, marcando el inicio de las clases. Me giré, y no había ninguna escalera de la que hubiese bajado, y mi reloj volvía a marcar la hora con números, y no con agujas siniestras que giran a voluntad.
Me quedé pensativo un buen rato. ¿Pero qué diablos acaba de pasar? Pero el profesor de latín llegaba ya por el otro lado del pasillo, y decidí entrar en clase antes de correr el riesgo de una advertencia, o lo que fuese.
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